En torno a su hermosa plaza se juntan visitantes para quienes este poblado es uno de los puntos neurálgicos antes de ir a recorrer el fenómeno del desierto florido. Aunque las voces de los que han estado antes en la zona aseguran que no es tan espectacular como el del año 2000, eso no amaina el espíritu de quienes estamos dispuestos a develar el misterio de las flores que adornan el antes reseco paisaje.
La caseta de informaciones turísticas plantea los mejores lugares para visitar el espectáculo vegetal. Las opciones, desde acá, son tres: la aguada de Tongoy, que queda camino a Huayco y unos 10 kilómetros antes hay un desvío hacia el sur por el cual se avanzan 20 kilómetros más. La segunda alternativa, y más lejana, es la ruta que va desde Huayco hasta llegar a Carrizal Bajo, cercano al Parque Nacional Llanos de Challe, son unos 80 kilómetros pero en la que asegura ver la espectacular flor endémica llamada Garra de León.
Finalmente, la tercera opción es ir rumbo a Labrar, antiquísima fundación de cobre, declarada Monumento Nacional y distante a unos 40 escarpados kilómetros desde Freirina. Unos franceses en auto arrendado nos ofrecen viajar a Labrar. No hay dudas, el camino de las flores ya está tomado.
Chimeneas, Cabras y Flores
El camino de tierra serpentea entre antiguos poblados mineros abandonados. A saber, la zona fue en el siglo XIX uno de los yacimientos cupríferos más explotados de Chile y en pequeños poblados como Fraguita o Quebradita vivieron alrededor de cinco mil personas en tiempos de bonanza. Difícil de creer hoy en día en que pequeñas casitas de pequeños mineros o majadas de cabreros habitan el solitario paraje.
De flores poco y nada a través del camino. Más que ellas hay cientos de plantas que vencen a las sempiternas cactáceas. Arbustos reverdecidos que hacen pensar estar en una zona más cercana a la Región Metropolitana que al desierto de Atacama.
Poco a poco los vestigios de pequeños pueblos van mostrando el camino a Labrar, incluyendo un antiguo cementerio que se encuentra a un costado de la vía con sus clásicas coloridas coronas de papel.
Recorridos 44 kilómetros, se elevan ante la vista dos enormes chimeneas de ladrillo. Es la bienvenida al monumento nacional de Labrar, fundición de cobre que funcionó la mayor parte del siglo XIX y cuya construcción corresponde al año 1846.
En el sector se construyó un camping gratuito, con asaderas y baños, gracias al apoyo de FONDART. Lugar ideal para quedarse. Despedida de los amigos franceses que vuelven a Freirina y bienvenida al desierto para nosotros.
Al lado del sector de campistas hay una pequeña cabaña. Sus habitantes, una pareja de mineros, nos dan algunos datos de dónde encontrar las flores que adornan el desierto.
Al caminar sobre una de las lomas que encajonan a Labrar, el espectáculo se vuelve sorprendente. Según nuestros anfitriones, el lugar generalmente esta pelado, sólo colores ocres y cactos. Ahora, a primera vista se alzan breves campos de flores lilas, amarillas, blancas, rojas. En fin, un campo florido totalmente.
Desde el Año del Ñauca
El desierto florecido tiene una historia tan antigua como los hornos de Labrar. En el año 1831, el naturalista francés Claudio Gay, fue a ver el desierto florido que había sucedido el año anterior. Craso error, las puertas del paraíso ya estaban más que cerradas y tuvo que esperar hasta el año 40 para ver reverdecer las arenas de Atacama. Este fenómeno se supone provocó el cruce del desierto de los antiguos indígenas sin morir en el intento.
En las últimas décadas las flores aparecen más a menudo, con una variación de unos cuatro años en vez de la década que antiguamente separaba el fenómeno.
Hasta mediados de noviembre, fecha estimativa en que el calor secará definitivamente las platas, será posible ver especies como la flor del Copao; las Añañuca roja, amarilla o blanca; el violeta Azurillo; la Mariposa Blanca; los Suspiros; la Pata de Guanaco; la Corona del Fraile, los Lirios, entre muchas más.
En la zona de Labrar entre los cerros de la cordillera de la costa aparecen estas especies divididas por sectores. Más hacia la altura nacen las Añañucas rojas, mientras que en los bajos es la presencia de los Suspiros la que manda.
El atardecer cierra, los pétalos de las flores mientras un manto estrellado comienza a cubrir todo el desierto.
Adoptado por los Mineros
Llegada la noche es hora de comer algo en el campamento. La falta de sal implica ir a conversar con los mineros que en una especie de cocina al aire libre, cubierta por mallas negras, invitan a acompañarlos.
Se trata de María Vergara (Coca) y Heriberto Bugüeño (el Guata), pareja de trabajadores del cobre a pequeña escala, que como una decena de personas más en el sector extraen toneladas de mineral de los antiguos piques. Completamente amables nos van contando las historias del desierto y se deshacen en atenciones a las que uno responde con vergüenza, obligándome a pensar en cómo aún puede quedar gente tan buena con los desconocidos.
Queso de cabra, aceitunas y una botella de tinto dispuesta por los foráneos, adornan la mesa que es alumbrada por un pequeño, pero potente, mechero minero. El rocío comienza a bajar y tras unas horas de conversación abierta y animada es hora de volver a la cama con un sentimiento de alegría profunda ante tanta belleza natural y humana en un rincón perdido del país.
Entre las Añañucas
Amanece completamente despejado, mientras el Guata invita a ver a sus cabras. Tiene unas veinte pero con unos fondos concursables del Estado piensa en tener unas cincuenta en un poco tiempo más. El postre del asunto es la invitación a ordeñar. Un chiste los citadinos para él que disimula la risa de nuestra inexperiencia.
Luego insiste en invitar el desayuno con la leche recién exprimida y una hermosa tortilla amasada y cocida por la Coca en las brasas del fogón.
Se refuerza el sentido de fraternidad con esta gente recién conocida y perdida en una zona en que el teléfono más cercano se encuentra a cinco kilómetros de distancia, donde no hay electricidad y en donde el sol tiñe de negro hasta al más curtido.
Terminada la comida nos dirigimos al campo de añañucas, pobladoras de todo el alto de la loma de un cerro. En un radio cercano a los 500 metros cuadrados, embellecen con sus rojos pétalos la aridez desértica. Emulando a unos japoneses que antes salieron en unos matutinos tomando vinos en el desierto, sacamos unas botellas cortesía de Andes Wines, con los mejores mostos de la cuarta región y listo el aperitivo entre las flores.
Un Lujito Viajero
Pero más que el vino y las flores, más que eso, las verdaderas flores que no se secan en el lugar es la franca amistad de los habitantes que siguen sacándoles riquezas a la tierra y que hacen quesos artesanales de sus rebaños de cabras. Ese espectáculo es el que no se muere con el paso de los años y que tiñe el recuerdo de manera más profunda, más que las flores que coronan este silencioso lugar perdido del paraíso.