El Viejo Continente es para muchos el lugar soñado de vacaciones, un sitio que despierta la fantasía de cualquiera. Pero como todo sueño, muchas de sus imágenes nadan en una mar de irrealidad.
Ir a Europa puede ser un placer, sobre todo si la invitación es gratis. Partimos en julio rumbo a Madrid. Al bajarnos en Barajas, el aeropuerto, lo primero que mis cinco sentidos notaron fue no la grandiosidad del arribo, sino el calor que se apodera de ti. Apenas se abrieron las puertas del avión hacia el exterior pensé: “esto seguro deriva en un resfriado”. Pensado y echo. Pasé las tres siguientes semanas moqueando y estornudando mientras recorríamos Francia, Austria, Alemania e Italia.
Con ese calor, al que ni los pecadores del infierno están acostumbrados (38° C), partimos enseguida hacia San Bartolomé de Belegard, pueblito cercano a Burdeos, nuestro “tambo” camino a París. Lindo, pero nos quedamos en un hostal campestre (por supuesto integrado a la cadena de hostales internacionales, tarjeta que ostentábamos como si fuera una Visa Internacional), al lado de un lago, con un bosque pequeño y camas que estaban cubiertas de… baratas de 5 centímetros, por decir lo mínimo. Nadie durmió.
Nuestro arribo a París fue espectacular, ya desde la carretera de acceso podíamos ver la torre Eiffel y todo se presagiaba perfecto a pesar de andar como zombis. Vaticinio cumplido hasta que llegamos al Metro y nos encontramos con 10 líneas de diferentes colores. “Ya poh”, le dije a mi hermano, “¿no era que el francés lo entendía cualquiera?”. En fin, como todo chileno esforzado que se precie de tal, recorrimos en un día Notre-Damme, el Louvre, la torre Eiffel, los Campos Elíseos y el Palacio de Versalles. Claro que corriendo a mil por hora. Mi hermano, que jamás cantó el himno nacional en el colegio, lucía patriótico una polera con nuestra bandera, que por supuesto nadie identificó, a pesar de todas las pistas que le daba a quien le preguntaba. El pobre estaba impresionado de que nadie hubiese escuchado hablar de los tigres de Latinoamérica.
Nuestro paso por Alemania y Austria fue más rápido aún. Ya estábamos cansados de tanto desarrollo, sobre todo en Alemania, ya que hasta los campos donde pastan las vacas están finamente cuidados y no conocen la palabra maleza. Todo está señalado con nombres parecidos: merazhofen, herlazhofen, gebrazhofen. Nos llegamos a preguntar si aquella zona no habría sido antiguamente de algún señor apellidado Hofen.
La pasión y el caos latino
Luego Italia. Otra vez nos sentimos los tigres. Es cierto que en Chile cuidamos poco nuestros bienes culturales, y más aún creo que a nadie se le ocurriría instalar un moai como paradero de micro. Y es que en Roma las columnas de tiempos de julio Cesar están en todas partes: en las plazas públicas como resbalines, tiradas a media vereda, como puestos donde venden chucherias, etc. Bueno, cultura popular le dicen. Otro cuento era el tránsito.
Autos estacionados en triple fila, los semáforos de adorno, ya que sólo nosotros los respetábamos. Una selva donde el que pestañea pierde. Y es tal la cantidad de autos, que estuvimos una hora y media buscando estacionamiento para entrar al Vaticano y adivinen… o se puso de acuerdo Japón entero para visitar Roma al mismo tiempo, o estaban invadiendo el país. Jamás vimos la Capilla Sixtina.
No sé cómo escapamos por la vía Apia y llegamos a Nápoles, sólo para acomodarnos en el hotel y partir a Pompeya. “¡Oh Pompeya!”, exclamamos todos antes de bajarnos del auto con aire acondicionado. Estuve a punto de quedarme sólo en la expresión, pero mi hermano nos hizo recorrer las ruinas por 4 horas con 42° C de calor. Me quedó sumamente claro lo que la erupción del Vesubio debe haber sido para aquellos pobres habitantes.
De vuelta por la Costa Azul, Mónaco, Arles, Montpellier y Barcelona, de los cuales sólo vimos los letreros, porque se nos había acabado el tiempo y la plata. Contarles cómo nos alimentábamos sería una hazaña, pero sobrevivimos.
Llegué a Valparaíso y pedí una cerveza en el bar más picante que encontré, como siempre, salvo que ahora tenía el recuerdo de la “Victoria de Samotracia” y la cama gigantesca de Luis XVI en mi memoria. “No hay como viajar”, comencé contando el viaje a mis amigos.
DATOS UTILES:
· El aeropuerto de Barajas, en Madrid, se encuentra en avenida Hispanidad s/n. El teléfono es el 393 6000.
· La Residencia de Estudiantes, en Madrid, está en la calle Pinar 21. El Teléfono es el 561 3200.
· El aeropuerto Charles de Gaulle, en París, (teléfono 48622280) se encuentra ubicado en Roissy, unos 23 kilómetros del centro de la ciudad y el de Orly (49751515) a 14 kilómetros.
· Los primeros domingos de cada mes todos los museos de París son gratuitos.
· Si necesitan mayor información turística al llegar a Milán, diríjanse a la Vía Marconi 1: D 861287. En el aeropuerto también hay oficinas de información turística.
· El aeropuerto más cercano es el de Linate, distante unos 10 km del centro de la ciudad.