La geografía de la isla emblemática del archipiélago Juan Fernández es una delicia para los amantes de la caminata o trekking debido a sus múltiples senderos donde es posible encontrarse con visiones bellísimas, las mismas halladas por los antiguos pobladores que durante décadas atravesaron estas mismas rutas.
Nada mejor que realizar la travesía en compañía de un guía local. Marcelo Schiller, un experimentado conocedor de la isla, aparte de antiguo miembro de CONAF y guía acreditado, nos acompañó en dos viajes que les presentamos: Los Ramplones y la Ruta al Puerto Francés.
Los Ramplones
Son las seis de la mañana y aún la oscuridad no abandona al poblado de San Juan Bautista. Debemos acercarnos a la casa de Schiller dispuesta en Alto Pinar, al final de la calle La Pólvora, la más alta del pueblo.
Las mochilas comienzan a pesar tras el centenar de escalones que nos separan de Marcelo y su primo Ronaldo. Nos saludan y rápidamente comienza una espectacular caminata en la oscuridad. La penumbra aún no se disipa, mientras el camino ya se pone cuesta arriba.
Barro provocado por las últimas lluvias es la única constancia de dónde vamos. Un descanso a tomar agua en la ruta al mirador de Selkirk, llamado así por el afamado náufrago quien subía los casi 600 metros de altitud todos los días para ver si había algún barco que viniera a rescatarlo.
Tras una hora de caminata trabajosa, para quien acostumbra poco los cerros, se llega al rebaje que corona el mirador. Como si estuviese programado el sol comienza a despuntar entre las nubes. El paisaje es esplendoroso, por un costado se ve el poblado amaneciendo y por el otro la cara oculta de la isla.
Por dicho perfil es por donde hay que comenzar un abrupto descenso. La vegetación crece y las lumas autóctonas están eternamente dobladas por las fuerzas eólicas que soplan en el lado sur. Amanece y se alcanza a divisar la majestuosidad de esta zona: los cerros Tres Puntas y el Yunque flanquean el deslinde que nos separa del mar.
La bajada continúa hasta llegar al sector de Villagra, zona de peregrinación anual en el mes de febrero en que casi todo el pueblo se instala con carpas en una fiesta de marcaje de animales que dura más de una semana. Ahora está desierto y las casetas de CONAF son el único referente del paso del hombre. Cientos de conejos, una de las plagas isleñas, son los amos del lugar. Eso hasta que nuestros guías desenfundan sus escopetas y apuntan. Dos menos. Otra característica isleña: la caza.
Desde aquí se abre una senda hacia el este y un camino hacia el oeste. El último avanza hasta la bahía del Padre, lugar de aterrizaje de las avionetas continentales. Por el occidente la huella avanza hacia los Ramplones.
Caminamos entre acantilados, el paisaje se desertifica producto de la erosión, mientras el mar ruge ahí abajo, mucho más movido que en la bahía de Cumberland. Varios sube y baja y ya las piernas sienten el cansancio de más de tres horas de ruta. Sin embargo, la vista hace meritorio el esfuerzo: estamos en la cara sur de el cerro del Yunque, un murallón volcánico que casi alcanza los mil metros de altura. Aún investigando páginas de Internet no habían vestigios de tamaño y oculto espectáculo. Impresiona.
Finalmente hemos llegado a la zona de los Ramplones. Cuatro horas de marcha y la bienvenida no puede ser más hermosa. A nuestras espaldas el Yunque, al frente la isla Crusoe se desperdiga en centenares de islotes y de fondo a ellos se ve parte de la isla Santa Clara.
Armamos el campamento. Los chicos se van de caza mientras descansamos. Cae la noche con un manto de estrellas y el silencio se hace profundo y natural.
Al otro día la aventura continúa rumbo a los Ramplones que se encuentran luego de un empinado desfiladero. El lugar es una gran cantidad de roqueríos planos que son bañados por enormes olas. Schiller y Ronaldo, nos llevan una buena ventaja, como casi siempre y es que en los isleños el gen de subir y bajar cerros es pan de cada día.
Llevamos aparejos de pesca, es decir, sedal y anzuelos. No se necesita nada más ya que la carnada está viva en los propios recovecos de las rocas: grandes cangrejos.
Cazados, se parten y se ensartan en los anzuelos. Nos dirigimos a la más turbia de las aguas que entran a uno de los canales. Sin ser grandes pescadores, las corvinas, residentes en las salobres aguas pican sin parar.
Sacamos más de 20 en un rato destinadas para el almuerzo y otras que serán regaladas a la vuelta. Regreso que se acelera saliendo de los Ramplones, ya preparados para las duras cuatro horas que nos esperan camino a San Juan Bautista.
Rumbo al Francés
Pasaron semanas en que se endurecieron las piernas lo suficiente para el próximo desafío: la ruta hacia el Puerto Francés. La travesía dura más de cinco horas y atraviesa una serie de hondas quebradas, vale decir, hay que subir y bajar muchísimo.
Marcelo Schiller conoce como la palma de su mano el terreno. Trabajó para CONAF durante dos años en el Francés. Y con su humor habitual nos sorprende con bromas respecto a lo duro del terreno y a nuestra capacidad para atravesarlo.
Cerca de las nueve emprendemos la salida y el primer escollo es duro, se trata del cerro Centinela, el que antiguamente tenía en su cima una base de telégrafos que era la única forma de comunicación de los habitantes de comienzos de siglo XX. Son más de 400 metros de altura y recorre zonas de bosques introducidos (eucaliptos y pinos) en medio de espectaculares acantilados.
La vista del poblado nos enmudece y sobre el otro lado se ven parte de los cerros que nos separa del Francés, adornado todo de verdaderas vacas andinistas que pacen desafiando a la gravedad.
Primera bajada hacia un bosque de lumas que imantan de silencio el entorno. Un breve descanso en la paz del lugar y luego vuelta a subir.
A medida que avanzamos el paisaje muta del frondoso bosque de la cuenca a las alturas de los montes rapados de vegetación. Tierras ocres de diversas tonalidades que fascinan la vista pero que esconden uno de los peligros que amenazan la flora local: la erosión. De hecho el fenómeno ha aumentado fuertemente en los últimos años.
Empinadas cuestas y marcados descensos caracterizan la ruta. A mitad de camino, en el sector denominado “El Lápiz”, se erige uno de los acontecimientos naturales del sendero. Comenzando un corte de cerros se haya la Dendroseris Neriifolia, árbol de la familia de las coles endémicas del archipiélago. Según Schiller es unas de las últimas especies que se pueden ver y, afortunadamente, somos testigos de su florecimiento.
Pasamos la cuarta quebrada y ya podemos vislumbrar los cerros La Pascua y La Piña que se encuentran a las espaldas del Puerto Francés. Pero antes de afrontar el último descenso montones de conejos arrancan de nuestra presencia. Ellos son los dueños de esta parte de la isla y se hacen notar en la gran cantidad de cuevas que asemejan a la colina a un gran queso verde. Lamentablemente son una mala ecuación:
Conejos=Plaga=Erosión
Nuestro guía nos anuncia que estamos en la parte más complicada de la caminata y que el terreno es realmente peligroso. No bien dicho inauguro el tramo con un tremendo porrazo. “Hay que tener más cuidado”, indica Marcelo mientras baja raudo por una infartante cortada. Al fondo se ve el refugio de CONAF que da la bienvenida al Francés. La quebrada es empinadísima y eso nos hace rebautizar a nuestro guía como “Chivo Loco” ya que cuando él ya estaba en el refugio, nosotros aún colgábamos en la mitad de la cuesta.
Hacia el Rebaje La Piña
La soledad del Puerto Francés provoca sentirse realmente aislado. Efectivamente en una isla. El paisaje cubierto de altos cerros, con distantes bosques y una bahía tranquilísima en donde varios peces al amanecer asoman sus aletas cuando se van a alimentar a las orillas de la pedregosa playa.
Luego de una noche de descanso el objetivo de haber llegado a esta zona, es marchar hacia uno de los lugares míticos más comentados por los lugareños: el rebaje de La Piña.
“Chivo Loco” Schiller ni siquiera comenta mucho qué es lo que encontraremos, más preocupado por una nube baja que tapa las cumbres de los montes que de otra cosa. Al primer vislumbre de despeje, comenzamos la caminata.
El trekking dura alrededor de dos horas y es una asombrosa muestra de la flora y fauna que cobija la isla.
Primeramente se pasa por amplios espacios de altas yerbas de romaza, cardos y cicuta; luego comienzan los primeros indicios boscosos con lumas secas, mientras una pareja de Neques, lechuzas endémicas, nos vigilan atentamente. Todo ello precede a un enorme bosque verde lleno de altísimos árboles endémicos como peralillos, naranjillos y canelos.
En su interior el paisaje es demasiado bello. Los colores verdes reviven con los rayos solares, mientras hacia arriba del monte los árboles comienzan a ser cubiertos por una nubosidad baja que amenaza con taparlo todo.
Breves descansos en medio del cerro, en plena naturaleza, llenan espíritu y pulmones. Además es posible observar en las laderas fronterizas enormes chontas, palmas endémicas, que otorgan el placer retrospectivo de ver cómo era la isla antes de la intervención depredadora del hombre.
La subida se empina cada vez más. La nube nos traga por completo y avanzamos en un paisaje surrealista. Llegamos al rebaje La Piña y lo único que se ve es una enorme nube y los picos de los cerros que nos flanquean. Decepción en la cara de Schiller, él sabe lo que se esconde bajo ese manto almidonado y nos indica que no demos un paso adelante más pues todo lo que no se ve es caída. Difícil imaginarlo.
El impredecible clima de la isla nos da una luz de esperanza al sentir el cambio del viento que sopla en las alturas. Esperamos diez minutos y Dios, la naturaleza o quién sabe qué fuerza superior, nos regala una imagen de lujo que no podrá salir de nuestras mentes: se despeja y un enorme acantilado se abre ante nuestros ojos, que deja visible prácticamente toda la isla por su cara posterior y que muestra una impresionante caída de unos 400 metros en vertical hacia una playa de rocas. Es más deja ver a chivos que, como moscas, están pegados a la roca unos 200 inaccesibles metros más abajo.
De este a oeste la panorámica deleita completamente. Enmudecidos por minutos eternos, deleitándonos de la naturaleza bruta, genial y viva hasta que la caprichosa nube se cierra nuevamente tapando todo como un gran telón.
Fin de la fiesta, es hora de bajar con una sonrisa gigante dibujada en nuestros rostros y la satisfacción de nuestro guía de hacernos ver la majestuosidad de la isla, de sus secretos, de un territorio desconocido en el continente y que abre su puerta a quienes se atrevan a recorrerla. Y como dice el dicho:”Sólo lo que se conoce se ama”, luego de caminar los senderos de la isla Robinson Crusoe, es imposible no sentirla adentro. Imposible no amarla.